Retrato de Jeannette Miller
Cuando de ella se trata tenemos que estar precavidos. Llega y te
sorprende: ojos ansiosos, una sonrisa ligeramente azul, beatífica, como de niña
a la que se ha concedido una temprana Primera Comunión; voz algo ronca, cálida
y con ribetes agudos, que te atrapa de inmediato en sus modulaciones y por
donde empezamos a adivinar que grandes cantidades de lava subyacen en aquel
cuerpecito indefenso y volcánico.
Niña-poeta, mujer-niña, pequeñez contráctil que se va desdoblando hasta
llenar la casa con sus ademanes que giran como las aspas furiosas de un
molino, y hay un momento en que ella ya no cabe allí, en que ha invadido toda
nuestra realidad hasta que la totalidad de las cosas forma parte de su ser. Y
sin embargo, mírenla ovillada en el sillón, como una gata ronro-neante,
secreteando en el oído del que escucha sus experiencias inefables.
Lo primero es el nombre exótico, plagado de letras mellizas, enes como
senos en descanso, las tes fálicas (también podemos pensar que se disparan a lo
alto como dos piernas desnudas); así desde la jota sicalíptica echada sobre el
papel con indolencia hasta el Miller remoto, sobrio, paternal, al que debemos
llegar con implícita ternura, sin hacer mucho énfasis en ello, porque entonces
tendríamos que rasgar los secretos de la noche y del espacio, hurgar en un
sentimiento de su uso exclusivo que ella descubre alguna vez en la soledad de
su lecho, cuando las lágrimas han dejado de ser algo vergonzante. La añoranza
del padre llega a emocionarnos en versos como estos:
y me marcho
en mi platillo volador
de stainless
Steel
a recorrer
el cielo.
En medio de tantas rebeldías encontramos un acento que la salva de la
amargura y es lo afectivo, la naturaleza de sus recuerdos, donde los abuelos no
abuelos se confunden con los tíos postizos (Juan Francisco Sánchez, Franklin
Mieses Burgos), con la fidelidad a los amigos ausentes y hasta podemos decir
que aquello que se convierte en blanco de blasfemias conserva para ella una
idealidad emocionante, como si luchara con un sentimiento de amor y de ternura
que amenaza siempre con vencerla.
Una rebelde amorosa, eso sería ella si quisiéramos catalogarla en una
unidad congruente. Por eso las asperezas y bofetadas que recibimos leyendo sus
versos golpean sin herirnos. Podemos protestar, a ratos, sobre tal o cual
impudicia (''nunca me ha gustado cepillarme los dientes después de las comida”),
falta de consideración, atentado contra el equilibrio y las buenas costum-bres,
donde la maestra llena de erudición que es ella y la crítica de arte llena de
agudeza, caen fulminadas, atravesadas por los proyectiles de su propio
lenguaje. Pero esto es desastre que se reserva a los lectores desprevenidos;
siempre habrá al final una transfiguración en el plano personal, como si
después de cerrado el libro se nos dijera: “peor para ti si me has creído”.
Porque estas Fichas de Identidad
son el historial clínico de una curación; representan una catarsisdonde cada
bofetada es un llamado al orden, el correctivo a un estallido de histeria.
Casi inmediatamente podemos comprobar que estamos al borde de lo
inefable, que el poeta maldito que nos ha mostrado sus garras es una buena
lectora de Sara Ibáñez, de Rosario Caste-llanos y de Jaime Sabines, y que en
algún balcón próximo a su casa las vampiresas de Hollywood (Ava Gardner, Marilyn
Mon-roe) le hacen señas amistosas. Nos sobresaltamos cuando dice por ahí algo
tan inconveniente como esto: “soy un ser informe e impotente que dispone sus
versos sin creer en ellos”. Pero en otra parte nos tropezamos con el mentís:
“me gustaría / poder morir debajo
de una mata inmensa de anacauita /
escribiendo mis versos”.
Aquí los extremos se tocan. No debe suponerse que una de estas
posiciones es la falsa y otra la verdadera. Las dos son igualmente válidas,
responden en su contradicción a la unidad humana que es la poetisa (perdón por
el femenino) tiran cada una por su lado para que al centro permanezca ella
victoriosa, salvada del desastre.
Porque Jeannette Miller es muchas cosas, todas auténticas, aunque en
estas fichas el énfasis se haya cargado hacia el aspecto furibundo, escondiendo
a la muchachita del lazo de organdís que una vez debutara en La Zapatera Prodigiosa y que se movía en
la escena con la ingravidez de un pájaro. Pero ahí están las dos, mellizas como
las enes, tes y eles de su nombre, la feroz y la dulce, la altisonante y la
soñadora.
Una cosa es cierta: Jeannette Miller, a la vez que se autoanaliza, desea
involucrar con ello a la sociedad en que vive. Más que luchar por cambiar las
costumbres (por supuesto, bien que lo desearía) ella lucha por el
conocimiento, porque las gentes se conozcan a sí mismas y sepan que debajo de
cada ángel de la guarda hay un demonio programando sus acciones. Ella no cree
en esa pureza hecha de fórmulas porque, para decirlo con palabras de Nicolás
Guillén, es “la pureza del que se da golpes en el pecho y dice santo, santo,
santo, / cuando es un diablo, diablo, diablo”.
Estar en trato constante con ese diablo es el propósito de la autora,
por lo que su libro se convierte en una especie de exorcismo. La literatura
dominicana no había tenido antes tales arrestos de violencia. Aida Cartagena
en La Tierra Escrita podría ser el
antecedente inmediato de este libro, aunque el tono social le daba a sus poemas
connotaciones más dirigidas a un fin colectivo. El libro de Jeannette Miller,
en cambio, es una expe-riencia eminentemente personal, anti-poética y
anti-prosística, ya que parece escrito con el propósito de que no se la
encasille, casi al correr de la pluma, como si con una mirada atrás pudiera
sobrevenirle la destrucción.
Documento humano de gran interés para nuestras letras, aquejadas por
tanto tiempo de gazmoñería. Con buenas costum-bres solamente no se hacen los
versos, como tampoco pueden hacerse con malacrianzas. El poema debe ser, pues,
lo más auténtico del hombre. Quedar integrado en él es el objetivo principal
del creador. Jeannette Miller es sincera en su obra, pero creemos que sobre
esta sinceridad suya aún hay otra más profunda esperando salir a flote, lo que
al fin nos traerá las vivencias escondidas de la autora en toda su verdad y
esplendor.
Porque su íntima verdad ya se adivina en poemas tan simples y auténticos
como este:
“Debajo del día con sol, flores
hojas que se abren
boca que también se abre de hastío,
surco la inmensa plataforma en busca de Dios”