Por Jeannette
Miller
Todos conocemos a
Marcio Veloz Maggiolo, indiscutiblemente el novelista vivo más importante de
nuestro país, y uno de los intelectuales más completos de nuestra historia
literaria. La cantidad de novelas, cuentos, poemas y ensayos que ha publicado,
lo califican como un autor prolífico que no descansa en el oficio de la escritura,
alcanzando altos niveles que le han valido premios importantes dentro y fuera del país.
En 1967, Marcio
escribió la que se considera primera novela experimental en República
Dominicana: Los Ángeles de Hueso. Desde entonces, el escritor marcó las claves
de lo que sería su narrativa larga: trasgresión de tiempo y espacio; diálogos
en que se insertan permanentemente los recuerdos; tiempo circular en que
pasado, presente y futuro, son una sola cosa; prosa poética donde la belleza de
las imágenes te sacan del hilo, para que luego el autor te agarre y te meta de
vuelta en lo que él propone como argumento; manejo de un léxico culterano con
voces arcaicas, técnicas, históricas, arqueológicas, populares, y otras inventadas
por él, en un ejercicio de libertad
creativa que sólo asume un escritor seguro de lo que hace, y por lo tanto, es
capaz de abrir las compuertas que separan lo lógico de lo ilógico.
En esta ocasión me toca presentar dos libros del mismo autor – La mosca
soldado y El sueño de Juliansón- un reto nada fácil, pues ambas novelas, aunque
diferentes, tienen muchos puntos en común:
1.Las dos se desarrollan alrededor de los trabajos arqueológicos que se
hacen en un cementerio indígena.
2.Las dos proponen que esos esqueletos corresponden a almas que vuelven
en distintas épocas y de maneras distintas, a continuar una especie de karma o
a ejercer la libertad que se han ganado durante la vida, formando parte, como
seres intangibles, de la existencia de los que creen y hasta de los que no
creen.
3.Las dos trabajan un diálogo permanente; en el caso de La Mosca
Soldado, dentro de una estructura epistolar, donde el uso del vocativo actúa
como dinamizante
4.En ambas novelas, la presencia protagónica de un amigo (Eduardo en
una, Julianson en la otra) con quien el autor comenta, discute, afirma, se dice
y se desdice, propone al personaje como un alter ego de Marcio.
Una diferencia importante es que los cementerios se encuentran en zonas
geográficas distintas: uno en el Este de la isla –El Soco, San Pedro de Macorís-
y el otro en el centro del Cibao -La Vega-.
Pero la diferencia esencial consiste en el tratamiento del lenguaje, que
en El sueño de Julianson alcanza un ritmo desenfrenado, incluyente, circular,
denso… que es el verdadero sustento de la novela.
Hablemos primero de La Mosca Soldado.
El título semeja una frase surrealista, principalmente a las personas no
familiarizadas con el vocabulario de los arqueólogos.
En un libro de 238 páginas, exceptuando las dos moscas cristalizadas que
Eduardo lleva de regalo al arqueólogo para motivarlo a contar la historia
alterna de las excavaciones en El Soco, la primera vez que se menciona la mosca
soldado es en la página 150. Sinceramente, ya yo me había olvidado de ella, capturada
por el hilo de acontecimientos inverosímiles, que van surgiendo según avanzan
los trabajos arqueológicos en un cementerio indígena ubicado en el casi
desaparecido pueblo de El Soco, donde el
cadáver de una muchacha púber y de un niño recién nacido en posición ritual, habían sido enterrados vivos como parte de
esos sacrificios propiciatorios que aparecen en las historias de los grupos
humanos de las primeras edades, siempre conectados al alimento y por lo tanto,
a la supervivencia.
Todo esto, acontecido en el S. X después de Cristo, se va enriqueciendo
con las características culturales y las creencias de un pueblo pesquero, que
daba nombres de personas a los elementos que formaban su ecosistema.
Allí vive una vieja vidente, Feltrudis, que antes de las primeras
excavaciones dijo que debajo de esa tierra estaba enterrada una “princesa”; esa
misma vieja discriminaba las predicciones, según vinieran de la cultura Española
o de la Africana.
Todo lo dicho envuelve al jefe de la expedición, profesor de arqueología,
en una niebla de misterios, que a ratos
entiende ayudado por la ciencia, pero que en otros momentos sumergen al
arqueólogo en una dramática obsesión, pues se ha enamorado de la “princesa”:
entiéndase, de un esqueleto ubicado en el siglo X de nuestra Era. El profesor
confiesa que “cuando termina la ciencia, comienza la poesía” y es a base de la
belleza conmovedora de sus descripciones que el lector va penetrando un lago
quieto y transparente similar a la muerte.
“seleccionábamos un nombre con el
color de la luna, venido en vuelo sobre los estratos culturales de nuestra
mente, acostumbrada a mezclar la leyenda griega o romana, con la biografía de
un pasado posterior, como era el siglo X
de nuestra era…” escribe.
Drama y belleza, perseguir lo inalcanzable, encontrar el sentido de la
vida en cosas comprobables y no comprobables, ayudan al autor a confirmar lo
que ha planteado en libros anteriores: sus creencias esotéricas, la justicia
encontrada después de la muerte, casualidades que no son casuales, sino el
cordón de una historia subyacente que no se registra en los libros.
Tendríamos que recordar que los textos clásicos de la literatura y de la
historia antiguas, primero existieron de oídas pasando de boca en boca, hasta
convertirse en las versiones que conocemos. Basta
el ejemplo de la Ilíada y la Odisea, fijadas en papiros en el siglo II A de C
por mandato de Aristarco, un sabio gramático y filólogo, Director de la
Biblioteca de Alejandría, que vio la
necesidad de preservar de una manera histórica relevante, los poemas homéricos,
que venían caminando de plaza en plaza en boca de los aedas, desde que el griego
ciego las compuso y cantó por vez primera, seis siglos antes.
Los datos obtenidos de estudios anteriores sobre los indios Arawak, se
pasean desde Venezuela, Perú, Brasil… hasta el Smithonian, buscando versiones que digan
¿qué había sucedido realmente en ese enterramiento…? Y entonces, ahí viene la
mosca soldado como clave del seguimiento de la historia, por ser la que
sobrevive en las osamentas después de desaparecida la carne.
Esencialmente, y según afirma el científico Solares, el padre Las Casas,
se había equivocado cuando afirmaba que en el proceso de fermentación de la
masa de guáyiga se movían grandes gusanos que indicaban que la masa estaba
lista para su cocción. Sinembargo, al repetir el experimento los investigadores
observaron que esos grandes gusanos tenían como forma de torpedos y que de
algunos salían moscas negras, así que los gusanos eran las larvas de la mosca
soldado, lo que explicaba que la tumba de la “princesa” y las otras del
cementerio indígena estuvieran rodeadas de moscas.
La mosca soldado es una novela que tiene muchas lecturas. Desde las
remembranzas y testimonios de la época en que el narrador-protagonista inicia
la amistad con Eduardo, el alumno-amigo que actúa como su alter ego, hasta las
inserciones de su familia hoy; como Nora, su mujer, la de la voz musical y los
estímulos para que escribiera el libro; y muy especialmente, su nieto Augusto Adrián,
el que no teme a los murciélagos y quiere criar un par a base de leche
condensada, y al que se propone como el continuador del oficio del abuelo.
La historia de los asentamientos indígenas arawaks y taínos en la isla y
su intercambio de culturas, que propone el uso de la guáyiga fermentada y luego
cocida, como sustituto del casabe en algunas zonas, resulta el gran eje
temático, como descubrimiento de un alimento nuevo que conllevó nuevas
relaciones económicas y culturales.
Pero si urgamos en la historia, ésta se teje alrededor de un científico
enamorado de un esqueleto, con una obsesión tal, que el estímulo de sus
investigaciones no es más que el interés de conocer la historia de su amada.
Algunos podrían clasificar esto como necrofilia; sinembargo, el escritor trata
esa difícil situación, con una delicadeza tal, que empalma con su afición por
Mozart y por los boleros de Cuty Cárdenas, que aparecen, estos últimos, en una segunda
etapa, luego de terminadas las excavaciones.
Naturalmente, que este hallazgo del nuevo alimento, acarrea sacrificios
a los dioses; en este caso, el sacrificio lo forma una mujer y un niño
enterrados en posición ritual, y con restos de guáyiga dispuestas como
decoración, descubrimiento que da pie a la novela.
Pandora, el nombre asignado por Eduardo a la “princesa” indígena, corresponde
a la mitología griega. El poeta Hesiodo afirma que es el nombre de la primera
mujer, a quienes los dioses hicieron perfecta y dieron una caja, prohibiéndole
abrirla; este símil justifica muchos detalles de lo encontrado en la tumba: como
la vasija con la mata de guáyiga, -en la antigüedad griega, caja de Pandora, conteniendo
las bondades y males que definirían a la humanidad-.
Pero, el autor limpia el nombre de Pandora-esqueleto con sus delirios
de belleza y virginidad, con sus penas de que había sido enterrada viva en
ofrenda, por haber conseguido su pueblo, un nuevo alimento de subsistencia. -
Y así describe el cadáver: Pandora
tenía una dentadura egregia, completa, brilante… de una candidez pasmosa,
pasmosa… era una sonrisa total, sin labios, era un poema... Surrealista y
moderna, me recordaba algunos versos de Eluard y de Prevert.
Y no es de asombrarse que el arqueólogo sufriera raptos de locura en
un paraje, como El Soco, donde una cerdita bebía cerveza y se le asociaba con
el dueño del bar, un niño mellizo y retrasado, tocaba de oídas la flauta y la
ocarina, mientras que su abuelo, pescador de tiburones, había perdido una
pierna por la mordida de un escualo y la tenían enterrada debajo de una palma llamada La Conquistada, donde los murciélagos
acampaban a pleno día, mientras el
anciano negaba que esa fuera su pierna y pasaba el tiempo en su silla de
ruedas, acechando al tiburón que casi se lo come, para matarlo.
Asmismo, como si respondiera a los delirios del profesor
arquelólogo, Pandora cobra vida en una joven hetaira de la década de 1950, que
muere en un fuego del prostíbulo donde trabajaba, embarazada de un poderoso de
la Era de Trujillo.
Marcio cierra la novela con una cita del dominico Padre Las Casas,
insigne relator y defensor de los indígenas, que confirma la historia cuando escribe
en su Apologética Historia de Indias:
“Por todas las dichas mesas de lajas o peñas y entre ellas, se crían
unas raíces que no las hay en toda esta isla, estas raíces se llaman guállagas
y hacen dellas pan que comían por toda esta provincial los indios… Hácese el pan de esta manera, en unas piedras ásperas como rallos las
rallan, como quien rallase un nabo o zanahoria…
y sale masa luego blanca y hacen della unos
globos o bollos redondos, tan grandes como una bola, los cuales ponen al sol, uno y dos y tres días, y al cabo dellos, se
hinchen de gusanos como si fuese carne podrida y quedan… tan
negros, poco menos que una tizne… después que ya están en esta disposición,
negros y herviendo de gusanos tan gordos como piñones, hacen una tortilla dellos,
que ya es masa cuanto a la blancura y ser correosa como la de nuestro trigo… Y este
es el pan de aquella tierra y provincial. Y si se comiese antes que se parase
prieto y no estuviese lleno, o con algunos muchos gusanos, los comedores
morirían.”
Excelentemente escrita, con historias diferentes que se entrecruzan,
alusiones a épocas distintas,
convicciones peregrinas llenas de poesía, Marcio Veloz Maggiollo teje La mosca
soldado dominando una narrativa difícil
y ambivalente, poblada de magia y de misterio.
Él mismo afirma: “Lo que estoy haciendo es cerrar una aventura de
amor y de tragedia.”
Sinembargo, en la novela El Sueño de Julianson, la aventura, el amor
y la tragedia, están presentes de otra manera. En esta ocasión, el homo ludens que existe dentro del autor juega con una prosa desenfrenada que es capaz
de engañar al más advertido por las increíbles asociaciones que plantea.
Sin dejar
a un lado la visión existencial que presentan sus obras anteriores, en tan solo
127 páginas, El sueño de Juliansón, logra un planteamiento totalitario de la
vida y de los sueños que la animan, de la belleza y lo grotesco, de la mentira
y la verdad, de la vida y de la muerte, de la realidad y el mito, a través de
dos personajes que entablan un diálogo que abarca toda la novela.
Uno de
ellos, Julianson Omelet, alto, grueso rimbombante al hablar, rico habitante de
Cutupú, zona que hoy pertenece al Distrito Municipal de La Vega, y que fue habitada en tiempos de la colonización por
aborígenes, proyecta su visión del universo y de las cosas, a
través de ideas filosóficas y esotéricas, vastos conocimientos de historia,
arquitectura, biología, religión, costumbres y mitos, que le
permiten armar una trama de deducciones y suposiciones mágicas y
contradictorias, entremezclando realidad y leyenda.
Por otro lado, su
interlocutor, arqueólogo “desenterrador de sueños”, a quien Juliansón bautiza
con el nombre de Arconte, -que en la antigua Grecia era sinónimo de mando o
dirigencia- es, además de personaje narrador, historiador e investigador, quien
sigue los métodos técnicos y científicos aprendidos en las universidades, para
sustentar el conocimiento.
Ambos hacen
amistad y el arqueólogo, al oír los primeros discursos de Julianson, los
considera llenos de locuras y disparates que lo sorprenden, pues provienen de
un hombre sorpresivamente culto, que incluso cuenta, entre los múltiples
títulos adquiridos, el de criptógrafo.
Dueño de tierras
del Cibao, su obsesión es proteger el cementerio indígena (Coaybay o cielo de
los muertos), que afirma está dentro de su propiedad y donde se mantienen vivas
las almas de los indios, de sus enseres y animales.
Ambas posturas
producen un diálogo delirante entre las historias mágicas de Juliansón y las
comprobaciones científico-históricas del arqueólogo.
En la defensa de
las almas que no han muerto llamadas opias y que vivían en el subsuelo de su
propiedad, Julianson recurre a referencias culteranas que comprueba el arqueólogo:
desde el brahamanismo indú precedido por los Vedas; del Gilgamesh, primer libro
del que se tiene noticia, cuando
menciona tos textos de la Biblia judía y sus nexos con la cultura
babilónica; igualmente, los escritos de Fray Ramón Pané, Bartolomé de Las
Casas, Lope de Vega, Rudyard
Kipling, Rausseau, Flanmarión, Pascal y otros grandes de la física, la
biología, la literatura, el esoterismo… que resulta imposible mencionar aquí.
En su proceso de confirmación, el
arqueólogo agrega las opiniones de
autores nacionales como Fradique Lizardo
(a quien llama Radique Luxaris para desviar envíos maléficos), Manuel Mora
Serrano, Magín Domingo, Carlos Esteban Deive, Lepe, Bernardo Vega, Juan Bosch,
y muchos más, quienes probablemente sirvan de mejor soporte a las realidades
comprobables o no, del sueño de Juliansón.
Y en este devenir
de interpretaciones, cada personaje va definiendo su ser, sus motivos
existenciales, que concluyen en que Dios está en todas las cosas y que todas
las cosas tienen alma.
De forma que
Julianson se refiere a garzas que cantan
a Vivaldi, a perros con sarna de oro, a ciguapas que bailan con los merengueros
de monte adentro, y también acompañan, desde antaño, a Opiyelguobirán, el dios
indígena con cuerpo de perro y cabeza de hombre, en su escondite de siglos. Igualmente
insiste a su ascendencia aborigen, oculta en un falso escudo de armas que
afirma que el apellido Omelet (que significa tortilla en inglés) pertenece a
una rama del árbol genealógico que registra a los descendientes de Isabel La
Católica; y en Oguí, su compañera en sueños, mujer de piel brillante hecha de
reflejos, de quien esperaba tener hijos.
La física
cuántica, la teoría del Big Bang, la inversión del tiempo, o no tiempo, son
confirmados por Julianson Omelet con la existencia de las opias (almas de los
muertos indígenas que continúan vivas en otro nivel y que se esconden para no
ser destruidas mediante clasificaciones científicas); con el perro llorón de
doña Murga, registrado también como El Huidor, a quien Juliansón había puesto
el nombre de Admiridonte y al que tenía como al mismo Opiyelguobirán, dios
perro de los indígenas, afirmación que se basaba en que el animal nunca dejaba
que le vieran el rostro, arrinconado en los lugares más oscuros de la casa de
doña Murga -ciguapa que lo acompaña y protege desde siglos-, tapándose la cara
con las dos patas delanteras.
Todo este meollo
de mentiras, pero también verdades, son conectadas por el arqueólogo con piezas del Museo del Hombre -asas de vasijas
con esculturas de ranas celestiales que simbolizaban la fertilidad, cemíes con
cuerpos de perros y rostros humanos-, pero ante todo, esa verdad que él había
intuido siempre: que todas las cosas tienen vida permanente, tienen alma, que
sólo se transforman para defenderse de la violencia y la depredación; y ahí
recordaba a los budistas cuando afirmaban que matar una hormiga era un
asesinato, y a las guerras, que ayudaban a los humanos a progresar con
tecnologías de muerte.
El hecho es que el
arqueólogo se deja ganar por los sueños
de Julianson, específicamente cuando él mismo tiene un sueño-pesadilla
sexual con Oguí, la mujer en sueños de Julianson, y, al mismo tiempo, Julianson
vive el sueño igual que él.
A partir de entonces, no se sabe dónde termina
uno y comienza el otro en el afán de encontrar la verdad, ya sea en restos
arqueológicos verificables, en los textos que describen similitudes de
distintas épocas o en sueños llenos de símbolos y de imagines: “La piel de una
iguana podía contener un alfabeto e historias de lo que fuera el pasado
geológico. Toda vida…podía narrar el secreto inscrito en su pálpito”, afirmaba
Julianson.
Nos atrevemos a afirmar que
en esta novela Marcio Veloz Maggiolo supera lo escrito con anterioridad. Su
tratamiento del tema, que se desarrolla a base de inserciones y recuerdos
reiterativos, citas de autores universales con los que se identifica, y
afirmaciones que tratan de definir su visión de la existencia, nos lo presenta
de una manera distinta y rotunda, que cada vez más utiliza recursos
innovadores.
Estamos ante la obra de un
escritor sabio, maduro, seguro de sus inseguridades, permanentemente abierto a
nuevos conocimietos y verdades, que mediante la técnica del diálogo disfraza el
monólogo que excluiría el “parto de ideas”, o lo escondería en un solo
discurso.
Su amplia cultura le permite
navegar por puntos extremos de la historia, atando cabos que amarran al
planeta, acercando los distintos procesos humanos y sociales.
La creación del personaje
Juliansón Omelet, difícil por las características que lo definen:
increíblemente culto, sensible, soñador, mentiroso, inventador… creador de una
realidad que no existe, pero que sí existe en él; resulta un aporte a los
caracteres que protagonizan su literatura anterior, y actúa -como ya dijimos- como
el alter ego de Marcio -el arqueólogo-,
que a base de sistematización y lógica trata de entender lo ininteligible.
Ambos son hijos del autor, y
en la dialéctica que surge de sus afirmaciones encontramos las variables de una
sola voz, un solo pensamiento, un solo espíritu, “ tratando de explicar aquel
pasado que no se dejaba manifestar, sino en formas de pensamiento atrapadas en
los objetos por sus creadores y que iban desde las pruebas sin prueba alguna, a
la inexplicación de un tiempo historizado por la carga de la imaginación”.
Su escritura densa, podría
calificarse de barroca o mágica, que es el término con que los latinoamericanos
- y en especial los caribeños - metemos en un saco los textos que rebasan la
imaginación. Pero Marcio, que ha conocido muchas épocas, también lo hubiera
escrito en los tiempos de Píndaro, el poeta griego que cantaba a la belleza y
agredía el poder, en medio de los grandes despligues atléticos de las primeras
Olimpíadas, con versos perfectos, que no todos entendían.
Sabio, poeta, creyente… Marcio se supera a sí mismo con un
estilo desenfrenado donde la trama se anuda, de deslíe, se devuelve, se repite,
pero siempre avanza, penetrando realidades que nos dejan perplejos.
Sinembargo, la valoración de
esta novela no se colma en una forma que se detiene en cada párrafo,
obligándote a pensar, a reflexionar, a cuestionarte…
Un hilo de agua que refleja
el viento siendo luz, agarra la mano de Marcio y lo lleva a escudriñar la
esencia de la vida, que es la muerte, para negarla en su condición de olvido, y
afirmarla en ese registro de la memoria que pervive.
Al final del libro el autor
establece: “Dejo en estas líneas verdades que otros debieran escudriñar, porque
a mis años el cansancio demuele las ideas y porque a veces creo que convivo con
restos de pasados que se producen dentro de mi propia intemporalidad y
bailotean en mi interior, buscando propiciar aventuras nuevas”.
De mi parte, quiero decir
que yo, que vengo de vuelta de muchas cosas, he aprendido a buscar el descanso
en la luz divina, y desde esa casi inmovilidad que Dios me ha otorgado, festejo
cada día, celebrando las inmensidades de su creación.
Por eso, quiero terminar con
las palabras de Juliansón cuando afirma en el libro:
”Cuando ves un animalillo
luminoso titilar, está enviando un mensaje estelar de vida que algún día
entenderemos… Esa lucecilla recorre el
universo y nunca muere… son como
trocillos de luz del universo inicial encarnado… ganándole, con su brillo, la batalla a la
muerte”
Jeannette Miller
Santo Domingo, 12 de agosto
de 2015
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